La política española ha vuelto a girar sobre su eje más inestable: Cataluña. La decisión de Carles Puigdemont de romper con Pedro Sánchez no es solo un golpe al Gobierno; es un terremoto que sacude la legislatura, el mapa parlamentario y, una vez más, la convivencia política en el país.
Durante meses, el expresident había jugado al equilibrista. Desde Bruselas, marcaba el pulso de un Gobierno que sobrevivía a base de cesiones, silencios y equilibrios precarios. Pero toda cuerda, por fina que sea, tiene un límite. Y parece que el pacto de conveniencia entre el PSOE y Junts lo ha alcanzado.
El movimiento de Puigdemont es, a la vez, un gesto político y una declaración de poder. Romper con Sánchez significa recuperar protagonismo, tensar la cuerda dentro del independentismo y recordar a todos —aliados y adversarios— que nada se mueve en el Congreso sin su firma. Pero también implica un riesgo: dejar sin rumbo a un espacio político que se había mantenido relevante precisamente por su capacidad de negociación.
Para Sánchez, la ruptura supone un desafío mayúsculo. Su proyecto político dependía de una estabilidad que ahora se tambalea. El Gobierno, que se había sostenido sobre la geometría variable, enfrenta de nuevo la amenaza del bloqueo y la posibilidad de elecciones anticipadas.
Y mientras tanto, España vuelve a mirar a Bruselas, a Waterloo, a ese lugar simbólico desde el que un solo hombre —sin escaño, sin partido unificado, pero con un relato poderoso— vuelve a dictar los tiempos de la política nacional.
El tablero se resetea. Puigdemont rompe con Sánchez, pero también con la idea de una política que pudiera superar los viejos fantasmas. Lo que viene ahora no es solo incertidumbre; es la constatación de que, en España, cada intento de estabilidad termina convertido en un nuevo episodio de inestabilidad crónica.
Y así seguimos: entre pactos que se agotan, gestos que se sobreactúan y un país que parece condenado a vivir en campaña permanente.

