No era solo un partido. Era una prueba de fuego. De carácter. De memoria. España no solo derrotó a Alemania; derribó un muro histórico, emocional y futbolístico que durante años había parecido inquebrantable. Con esta victoria, La Roja no solo se gana un sitio en la final, sino que recupera algo aún más valioso: el alma de campeón.
Alemania, en su casa, con su público, con su tradición. Un rival que nos había bloqueado tantas veces, directa o indirectamente. Pero esta vez, España no se encogió. Ni especuló. Ni se limitó a tocar el balón hasta la desesperación. Salió a competir, a sufrir… y a ganar. Y ganó como se ganan los grandes torneos: con talento, pero también con garra, con estrategia, con fe.
Este equipo, criticado al principio, joven, sin grandes nombres mediáticos, ha demostrado tener lo que otros combinados más rimbombantes no han podido comprar: identidad, frescura y valentía. No es casualidad que jugadores como Nico Williams, Lamine Yamal o Dani Olmo estén siendo los motores de esta revolución silenciosa. Ellos no tienen miedo al peso del escudo. Juegan como si siempre hubieran estado ahí.
Y luego está la figura de Luis de la Fuente. Discreto, calmado, a menudo infravalorado. Pero ha tejido un grupo competitivo, sólido, con química. Ha devuelto la ilusión no solo a los veteranos, sino también a una generación de aficionados que nunca vio a España levantar un título. Hoy, su apuesta ha vencido al gigante.
¿Es pronto para hablar de campeones? Tal vez. Queda una final. Pero algo es seguro: España ha vuelto. Y ha vuelto sin pedir permiso.
El fútbol tiene eso que no tienen otros deportes: la capacidad de tocar una fibra nacional. Hoy, millones de españoles han gritado al unísono, no solo por un gol, sino por algo más profundo: el orgullo de un equipo que nos representa. Que no baja la cabeza. Que derriba muros. Que cree.
Pase lo que pase en la final, esta España ya ha ganado algo que no figura en las vitrinas: el respeto del mundo y el corazón de su gente.
Por: Miche

