¿Cómo escapar de la sinvergonzonería progresista sin aterrizar en la sinvergonzonería opuesta?

Vivimos tiempos gloriosos. Nunca antes había sido tan fácil ser un sinvergüenza… y salir aplaudido. Basta con colocarse la etiqueta correcta, ya sea «progresista» o «no progresista» (también conocida como “retroiluminado por la gloria de la Tradición™”), y ¡listo! Puedes hacer lo que quieras: mentir, manipular, insultar, recortar, adoctrinar, arruinar… pero con estilo. Eso sí: solo si lo haces desde tu bando moralmente superior.

Ahora bien, ¿qué hacer si uno se siente asfixiado por la sinvergonzonería progresista —esa que reparte carnets de pureza con una mano y subvenciones con la otra— pero tampoco quiere caer en los brazos de la sinvergonzonería no progresista —esa que grita “¡libertad!” mientras sueña con volver al NODO?

Un dilema ético, estético y existencial.

Porque rechazar la sinvergonzonería progresista (esa que convierte cada gesto en una performance, cada discrepancia en un delito de odio, y cada solución real en una amenaza fascista) no debería empujarte directamente al club de los nostálgicos de la boina y el martillo. Pero, ¡ay!, qué difícil es andar por el centro sin que te llamen tibio, traidor o —peor aún— equidistante.

Intentas pensar con matices y te acusan de estar desinformado. Dices que no todo el mundo que critica al Gobierno es un ultra, y te llaman facha. Pero si luego criticas a la oposición por su populismo de azafrán y sobreactuación de tertulia, te tildan de rojo infiltrado. Es como intentar esquivar dos piscinas llenas de barro… con los ojos vendados y crocs mojados.

Y así, uno se pregunta: ¿hay vida inteligente más allá del teatrillo ideológico? ¿Podemos desintoxicarnos de la sinvergonzonería sin convertirnos en apóstoles de otra igual o peor? ¿Existe un lugar donde la honestidad no sea un defecto, y el pensamiento propio no sea motivo de sospecha?

Difícil. Porque la sinvergonzonería, sea progresista o reaccionaria, es muy cómoda. No exige pensamiento, solo obediencia. No requiere argumentos, solo slogans. Y lo mejor: te permite sentirte superior mientras pisas charcos éticos del tamaño de Doñana.

Pero hay esperanza. Existe una pequeña pero resistente tribu de disidentes: los que aún leen, dudan, escuchan y no militan en el culto de lo obvio. Son pocos, claro. No hacen ruido. No tienen trending topic. Pero sospecho que son los únicos que podrán reconstruir algo cuando esta guerra cultural entre sinvergüenzas deje de ser rentable.

Así que, ¿cómo escapar de la sinvergonzonería progresista sin caer en la otra? Fácil: no seas sinvergüenza. Y punto. Ya es bastante revolucionario.

Ángel (Miche)

 

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